Emilio Cárdenas Escobosa
La estrategia del PRI y del gobierno de Enrique Peña Nieto de sacar de la contienda presidencial a Ricardo Anaya y creer que ello les pavimenta el camino para pelear con posibilidades de triunfo la elección con Andrés Manuel López Obrador tiene muchos flancos débiles.
Descarrilar al candidato del Frente con acusaciones de corrupción y lavado de dinero, usando el aparato judicial para eliminarlo de la competencia, es como mentar la soga en la casa del ahorcado. Si a algún partido los mexicanos asocian con la corrupción es al PRI, y si algo ha caracterizado a la administración de Peña Nieto es el desvío de recursos públicos. Ahí está la llamada Estafa Maestra, el escándalo de la Casa Blanca de la esposa del presidente y la larga lista de gobernadores acusados de corrupción.
Son miles de millones de pesos que se esfumaron de las arcas públicas y fueron a parar a cuentas personales, a paraísos fiscales o se usaron para comprar elecciones y opositores, a través de empresas fantasmas y sofisticados mecanismos de lavado de dinero, lo mismo en dependencias federales como la Sedesol como en los gobiernos de Veracruz, Chihuahua, Sonora o Quintana Roo, por citar solo algunos casos. Todo en gobiernos priistas.
Anaya es víctima de su propia ambición. En su meteórica carrera de 17 años amasó una gran fortuna que no corresponde a sus ingresos como servidor público o dirigente partidista. Hoy muchos lo acusan no solo de enriquecimiento inexplicable sino de ser un político dos caras y traicionero. Que ese fue el camino que siguió para hacer a un lado a quienes lo impulsaron en sus inicios, hacerse de la dirigencia nacional del PAN y finalmente sacar a la mala de la contienda a sus adversarios para quedarse con la candidatura presidencial del Frente.
Mientras Anaya blande el discurso anticorrupción se ha ido haciendo público que sus propiedades están presuntamente vinculadas a empresas o fundaciones fantasmas donde se triangula y muy probablemente se esté lavando dinero. El señalamiento que más se le hace es que omitió en sus declaraciones patrimoniales y Tres de Tres sus posesiones millonarias. Anaya, joven ambicioso, jugó el juego que la mayoría de los políticos juegan en este país pero falló su cálculo. El haber planteado en su discurso que en caso de llegar a la presidencia no se detendrá en enjuiciar y encarcelar al presidente Peña Nieto fue su mayor error. Encendió las alarmas en Los Pinos ante lo que consideran una traición mayúscula, puesto que si a algún dirigente partidista se le apoyó y consintió desde el círculo peñista en los tiempos del Pacto por México y cuando se aprobó la reformas energética, fue a Anaya. De ahí que le hayan soltado el aparato judicial y mediático para desfondarlo. Y parece que es cosa de tiempo para que caiga. Lo que se vislumbra es que no estará en las boletas.
Pero, como apuntábamos, lo que parece una calculada estrategia del PRI y del gobierno federal para irse sobre el rival más débil y descarrilarlo como paso previo al golpe final contra el puntero en la contienda no dará frutos. Porque además de la burda forma en que se está utilizando el aparato judicial en contra de los opositores, como se ha hecho costumbre en gobiernos de todos los colores y niveles, la feroz lucha, el golpeteo mediático y la exhibición de corruptelas en que se han metido los priistas y panistas solo los siguen desgastando ante la sociedad, cansada ya, hasta el hartazgo, de la feria de corruptelas, cinismo, simulación y rapacidad de sus gobiernos.
Con todo y que José Antonio Meade es un político serio y un experimentado funcionario con imagen de honesto difícilmente podrá remontar la distancia que lo separa de López Obrador. La marca, su anodino discurso, los rostros que vemos a su alrededor y, sobre todo, el catastrófico legado de Peña Nieto lo hunden. Y en el caso del Frente, aún si resistiera Anaya la embestida ya está tocado, y si lo relevan de la candidatura se romperán equilibrios en el Frente sin que se vislumbre un candidato emergente lo suficientemente competitivo y que revierta el daño.
Pero lo peor para ambos candidatos es que es tan feroz y sin cuartel la lucha que protagonizan en los días que corren que los agravios y las heridas son profundas y no cicatrizarán a tiempo, y sus adeptos y votos duros, fieles a los usos y costumbres de la lucha por el poder en México, se dirigirán y pondrán al servicio de quien encabeza las preferencias.
López Obrador, vacunado contra la guerra sucia, que será la pretendida estocada final de Peña y distinguidos cuadros que lo acompañan en su estrategia para conservar el poder, solo los observa y sonríe.
Esto está cantado.