La campeona paralímpica Marieke Vervoort busca fecha para morir

elpais.com

La atleta belga, oro en 100m en Londres 2012, acelera los trámites de su eutanasia y medita qué día hacerlo

ÁLVARO SÁNCHES

El péndulo emocional de Marieke Vervoort oscila casi a la misma velocidad que sus arrancadas olímpicas sobre el tartán de una pista de atletismo. Llora emocionada mientras lee una carta que acaba de hacerle llegar Bart de Wever, el influyente alcalde de Amberes, acompañada de una botella de champagne. Ríe con estrépito cuando recuerda junto a su amiga Annie de Roeck andanzas pasadas en Lanzarote, la isla favorita para sus entrenos, donde aprovechando que a su alrededor nadie entendía el neerlandés —o al menos así lo creían ellas—, un día se dedicaron a soltar sin tapujos comentarios que en caso contrario evitarían hacer en voz alta.

En la habitación 208 del hospital de Diest, 60 kilómetros al oeste de Bruselas, el aire no tiene la pesada densidad de la muerte venidera. Difícil adivinar que se trata de la guarida donde una antigua deportista de élite medita sobre dejar de vivir. Sobre cuándo decirle a un médico que le aplique la eutanasia. El pequeño Heden, de un año, gatea de un lado a otro. A su altura, la sala tiene la apariencia de un animado cuarto de juegos: hay pelotas y peluches desperdigados por el suelo. Zenn, la inseparable perra de Marieke, entrenada para detectar y avisar de sus ataques epilépticos, reposa en silencio. Pies que entran y salen en un incesante trasiego.

Cuando Heden se eleva en los brazos de su madre, amiga de Marieke, la panorámica es otra. Ahí está, en la cama, cansado pero no vencido, rodeado de cables transparentes, el cuerpo de una medallista paralímpica. El cuerpo de Marieke Vervoort. La atleta belga de 38 años, afectada por una enfermedad degenerativa que la dejó en silla de ruedas a los 20 años, ostenta en su historial múltiples récords nacionales y europeos, victorias en mundiales, y cuatro grandes metales: oro y plata en los 100 y 200 metros de Londres 2012, y bronce y plata en el 100 y el 400 de Río 2016, su adiós definitivo a la competición.

Meses antes de su despedida deportiva en Brasil dio a conocer que en 2008 firmó los papeles que le permiten solicitar la eutanasia cuando lo desee. En aquella época buscaba tranquilidad para afrontar su previsible declive físico. Ahuyentar la tentación del suicidio. Cuando fuera necesario solo tendría que avisar al médico. Hasta aquí hemos llegado.

Lejos de animarla a dar el paso con mayor celeridad, el documento quedó relegado al cajón. Pero una década después, el momento de recibir la última inyección de su vida, de fecha todavía desconocida, se antoja más cercano que nunca. «Le dije a mi madre que quiero esperar a después de su cumpleaños, el 27 de febrero, pero ella dice que decida sin pensar en eso. Que no sufra».

Tan irreversible parece su deterioro como vivaz su actitud. Se queja de que está despeinada, reparte besos sonoros a los visitantes, come chocolates de una bolsa roja y los ofrece a diestro y siniestro, juega con el pequeño Heden, abraza a su perro. Y no se refugia en la introspección reflexiva de la que augura cerca su final. Habla, habla y habla. Con Eddy Peeters, el hombre que durante meses la llevó en su coche a entrenar, la alzaba en brazos para colocarla en su silla de competición y luego la fotografiaba en pleno esfuerzo. Con su madre, Odette Pauwels, la de apariencia más consternada en la sala. «No quiero perderla, pero tampoco que sufra tanto. Respetamos su decisión. ¿Sí, cariño? Cuando llegue el momento voy a tener miedo. No sé cómo voy a reaccionar». Con Annie de Roeck, 58 años, amiga desde que Marieke se inscribió, de niña, a unas clases de natación que ella impartía. La enfermedad no había aparecido aún y se desvivía por el deporte: nadaba, pedaleaba, esquiaba y hacía jiu-jitsu, donde llegó a cinturón marrón.

De Roeck, antes su monitora, ahora confidente, es cómplice de sus características gamberradas. «Anoche subimos a la habitación del hospital una botella de alcohol aunque está prohibido», susurran orgullosas de su fechoría. También es uno de sus grandes apoyos. «Cuando se siente muy mal de noche, me llama y duermo con ella en su casa», cuenta. «¡Pero nada de sexo!», interviene Marieke mientras ambas estallan en carcajadas, rompiendo la atmósfera de dramatismo.

La conversación viaja del pasado al futuro sin solución de continuidad. Atrás y adelante. De unos mojitos en Canarias en aquellos días felices, a cuándo morir porque el dolor aprieta y esta noche casi no ha pegado ojo. «No estoy asustada. Para mi morir es como dormirse y no volver a despertar nunca. Dormir y no volver a sentir dolor nunca más. Lo único que me inquieta es ponerle fecha. Elegir el día en que quiero morir es muy difícil».

¿Cuánto dolor es suficiente para decir basta? Es el dilema de una mujer de 38 años actuando con el guion vital equivocado. Profesora de guardería frustrada reconvertida por enfermedad en medallista paralímpica, autora de tres libros, inspiración para otras personas con discapacidad. Aferrándose al tiempo a deshora en un país donde la esperanza de vida de las mujeres es de 83 años. Perdiendo la batalla contra la decadencia física sin estallar de rabia. Sumida en la paradoja de que el mal que la destruye día a día haya sido también el detonante que la empujó a luchar por la gloria olímpica. «He vivido cosas que la mayoría de la gente solo puede soñar», dice renegando de las aburridas rutinas de los trabajos de nueve a cinco, como autoconvenciéndose de haber vivido la mejor de las vidas posibles.

En las últimas semanas Vervoort pasa más tiempo en el hospital que en casa. De la cama al baño. Del baño a la cama. Hasta hace año y medio entrenaba seis días a la semana en la pista de atletismo, haciendo girar con todas sus fuerzas las ruedas de su silla con la medalla olímpica de Río en la retina. «Ahora es totalmente diferente. La enfermedad está yendo muy muy rápido, y estoy de nuevo en el proceso de eutanasia. Voy a decidirme a hacerlo. Es imposible vivir en estas condiciones».

La deportista no cree en la vida después de esa dosis letal, pero sí se preocupa por su legado terrenal. Guarda con celo todos los artículos de prensa que se publican sobre ella para su futuro museo. Y quiere que una parte de sus cenizas queden en un monumento que le construirán en una pista de atletismo y el resto sean esparcidas en los hervideros de Lanzarote.

Esas recopilaciones de papel y tinta, de periódicos y revistas, rastros documentales de su paso por el mundo, dejan constancia de que Marieke Vervoort ha llevado, gracias a sus éxitos, a un primer plano informativo al deporte paralímpico en Bélgica, prácticamente ignorado hasta su irrupción. Otros testimonios, los orales, circularán a través de aquellos que la conocieron. Entre sus relatos tendrán lugar privilegiado las medallas olímpicas. ¿Dónde estaban entonces? «Lo oí en la radio y grité ¡oh Dios mío Marieke! Cogí el teléfono y la llamé: ¡Marieke! Y ella me decía: ¡la llamada te va a salir muy cara! Y le respondí: ¡me da igual!», cuenta Annie de Roeck sobre el día que supo de su éxito en los Juegos de Río 2016. «Recuerdo que me puse de pie cuando llegaste a la meta en los Juegos de Londres. Estaba eufórica. Después quise sentarme, pero con la euforia me olvidé de que era una silla plegable. ¡Me caí al suelo! ¿No lo viste verdad?», recuerda su madre, presente en el estado el día que logró su victoria en la cita británica.

Durante la narración, la sonrisa de su hija se ensancha cada vez más y sus ojos se cierran. La madre se expresa en neerlandés, ambas ríen al evocar la imagen de la madre de la campeona cayendo al suelo en el Estadio Olímpico de Londres. Al acabar, los ojos de Marieke se vuelven divertidos hacia los que la rodean. Está tan ávida por traducir al resto la anécdota que parece que la hubiera escuchado por primera vez. «¿Quieren saber qué ha dicho?».