Arturo Reyes Isidoro
Por descuido en mi salud, dos veces en mi vida –por lo menos hasta ahora, quién sabe más adelante–, hace más de veinte años tuve dos ataques de gota.
Siempre oí hablar a adultos mayores que se quejaban del mal y del dolor. Más joven yo, los escuchaba y los tomaba como a alguien que dice que tiene dolor de cabeza.
Aunque pronto aprendí cómo combatir el mal y quitarme el dolor en el menor tiempo posible, al principio fue terrible enfrentarme a algo hasta entonces desconocido para mí y que me lastimaba.
No solo no podía flexionar mis rodillas, sino que incluso el solo roce del aire o el contacto de la más suave sábana me hacía aullar de dolor.
Uno de esos repentinos ataques de gota me sorprendió en un hotel de Coatzacoalcos durante una gira de trabajo que yo cubría como reportero.
Ese día no me pude parar porque no podía moverme. No sabía qué hacer. No había entonces celulares. Mi compañero fotógrafo Noé Valdés, quien compartía la habitación conmigo, me recomendó quedarme y descansar. Era verdaderamente doloroso.
De esto me acordé cuando leí que hackearon los archivos más comprometedores del Ejército y que su revelación ha puesto al descubierto que el presidente Andrés Manuel López Obrador padece de gota, además de otras enfermedades más delicadas.
Debe amanecer con dolores horribles
Si bien está bien cuidado por su equipo médico, como debe de ser, es indudable que los días en que amanece con gota debe despertar también con unos dolores terribles, y eso tal vez explique por qué a veces se le ve caminar muy lento.
Pero, no solo eso, creo; esos días deben ser cuando arremete contra todo y contra todos, cuando toma las peores decisiones, cuando le da en la torre al país, al no encontrar otra forma de canalizar el dolor espantoso que provoca la gota. Es cuando la gota derrama el vaso.
Sin duda, un presidente enfermo no puede gobernar bien. Muchas veces no está en sus cinco sentidos a la hora de tomar decisiones. Sus representados son los que pagan las consecuencias.
Por eso tuvo sentido lo que declaró Manuel Huerta cuando al hacer pública su aspiración a la gubernatura dijo que está preparado física, espiritual y mentalmente “para servirle al pueblo”, o sea, que está sano (tengo curiosidad por saber qué entiende él por espiritual, si estar cruzado o pacheco como muchos chairos morenistas).
En el poder y en la enfermedad
En 2010, la editorial Siruela publicó un libro harto interesante, cuyo sugestivo título lo dice todo: En el poder y en la enfermedad (apenas acababa de salir del horno cuando me lo envió de obsequio Armando Méndez de la Luz).
Lo interesante de su autor, David Owen, es que era médico y había ejercido la medicina antes de incursionar en política. Fue miembro independiente de la Cámara de los Comunes y ministro de Marina, de Sanidad (1974-1976) y de Asuntos Exteriores (1977-1979) del gobierno británico, además de líder del Partido Socialdemócrata, y ya metido en la política se especializó en neurología, lo que, dice él, suponía meterse algo en la psiquiatría, dedicándose por un tiempo a la investigación pura en el campo de la química del cerebro. Conoció entonces a muchos hombres del poder del escenario internacional, de ahí lo relevante de sus testimonios.
En el poder y en la enfermedad, un libro de 516 páginas, es una obra que todo político o aspirante a serlo debiera leer alguna vez en su vida. Siempre .me he preguntado si alguna vez alguien se lo recomendó a Andrés Manuel López Obrador o si alguien se lo leyó o se lo está leyendo al pie de su cama como a un niño al que leen un cuento para que se pueda dormir.
El síndrome de hybris
Extensísimo, variado, rico el tema, Owen habla de lo que llama “síndrome de hybris”, una forma desarrollada de megalomanía. En el libro apunta que su significado más básico se desarrolló en la antigua Grecia simplemente como descripción de un acto: “un acto de hybris era aquel en el cual un personaje poderoso, hinchado de desmesurado orgullo y confianza en sí mismo, trataba a los demás con insolencia y desprecio. Para él era como una diversión usar su poder para tratar así a los otros, pero esta deshonrosa conducta era severamente censurada en la antigua Grecia”.
Comenta Owen que en la antigüedad la trayectoria de la hybris tenía las siguientes etapas: “El héroe se gana la gloria y la aclamación al obtener un éxito inusitado contra todo pronóstico. La experiencia se le sube a la cabeza: empieza a tratar a los demás, simples mortales corrientes, con desprecio y desdén, y llega a tener tanta fe en sus propias facultades que empieza a creerse capaz de cualquier cosa. Este exceso de confianza en sí mismo lo lleva a interpretar equivocadamente la realidad que lo rodea y a cometer errores. Al final se lleva su merecido y se encuentra con su némesis, que lo destruye… El héroe que comete el acto de hybris pretende transgredir la condición humana, imaginando que es superior y que tiene poderes más similares a los de los dioses… La moraleja es que debemos guardarnos de permitir que el poder y el éxito se nos suban a la cabeza, haciéndonos sacar los pies del plato”.
¿Padece AMLO el síndrome?
¿Padece Andrés Manuel López Obrador del síndrome de hybris? A juicio de David Owen, si hombres como él presentan tres o cuatro más de los siguientes síntomas, entonces sí:
(1) una inclinación narcisista a ver el mundo, primordialmente, como un escenario en el que pueden ejercer su poder y buscar la gloria, en vez de como un lugar con problemas que requieren un planteamiento pragmático y no autorreferencial;
(2) una predisposición a realizar acciones que tengan probabilidades de situarlos a una luz favorable, es decir, de dar una buena imagen de ellos;
(3) una preocupación desproporcionada por la imagen y la presentación;
(4) una forma mesiánica de hablar de lo que están haciendo y una tendencia a la exaltación;
(5) una identificación de sí mismos con el Estado hasta el punto de considerar idénticos los intereses y perspectivas de ambos;
(6) una tendencia a hablar de sí mismos en tercera persona o utilizando el mayestático “nosotros”;
(7) excesiva confianza en su propio juicio y desprecio del consejo y la crítica ajenos;
(8) exagerada creencia –rayando en un sentimiento de omnipotencia– en lo que pueden conseguir personalmente;
(9) la creencia de ser responsables no ante el tribunal terrenal de sus colegas o de la opinión pública, sino ante un tribunal mucho más alto: la Historia o Dios;
(10) la creencia inamovible de que en ese tribunal serán justificados;
(11) inquietud, irreflexión e impulsividad;
(12) pérdida de contacto con la realidad, a menudo unida a un progresivo aislamiento;
(13) tendencia a permitir que su “visión amplia”, en especial su convicción de la rectitud moral de una línea de actuación, haga innecesario considerar otros aspectos de esta, tales como su viabilidad, su coste y la posibilidad de obtener resultados no deseados: una obstinada negativa a cambiar de rumbo;
(14) un consiguiente tipo de incompetencia para ejecutar una política que podría denominarse incompetencia propia de la hybris. Es aquí donde se tuercen las cosas, precisamente porque el exceso de confianza ha llevado al líder a no tomarse la molestia de preocuparse por los aspectos prácticos de una directriz política. Puede haber una falta de atención al detalle, aliada quizá a una naturaleza negligente. Hay que distinguirla de la incompetencia corriente, que se da cuando se aborda el trabajo, necesariamente detallado, que implican las cuestiones complejas, pero a pesar de ello se cometen errores en la toma de decisiones.
¿Cómo la ve? ¿Sí, o no?
Pero, ¡ay!, empecé con la gota y terminé con la hybris.